7/7/10

Un nido existencial

Un rayito de sol había asomado tímidamente por mi ventana. Decidí levantarme para poder aprovecharlo mientras durara. Estábamos entrando en el invierno y cualquier calorcito que me hiciera recordar la primavera, era bienvenido.

Cuando abrí la puerta, la encontré a mi abuela cortando el pan calentito y untándole manteca. De fondo un cacharro sobre el fuego con un poco de leche. Una sonrisa se dibujó en mi fresco rostro, me estaba haciendo mi desayuno preferido; el que me hacía cada vez que iba a dormir a su casa. Pan tostado y mate de leche.

-¡Gracias abuela sos la mejor!- Exclamé. Ella me respondió como solo una abuela sabe hacerlo: mirándote a los ojos; esos ojos que brillan una juventud que ya no está ahí, ojos que brillan para alguien más, ojos que siempre están atentos. Ojos lleno de amor, de sabiduría, de cariño y de contención.

Al segundo salí corriendo al patio, saltando y persiguiendo a la perra. Una vez afuera, me acerqué a la palmera más grande que en mi vida había visto. A unos metros de ella, había un limonero. Típico limonero de la casa de tu abuela, el que da los mejores limones y tiene las mejores ramas para colgar chucherías. Ahí, reposaba un pequeño nido de ave, nunca supe de qué pájaro era, solo sé que parecía de película, tenía como un color azul mezcla de negro y algo de blanco. Era extraordinariamente hermoso. Fui a buscar una banqueta para verlo de más cerca. Lo coloqué justo debajo del nido, y me paré en él.

Ahí estaban los dos pequeños huevos, chiquitos como los de una codorniz. Estaba fascinada, no veía la hora para que los mini pajaritos salieran de allí. Estaba tan emocionada que no la escuché a mi abuela decir que vaya entrando que ya estaba mi desayuno. Una vez que la oí, atolondrada bajé de la banqueta, y sin pensarlo, me colgué de la rama para saltar cual langosta.

- ¡No, ¿qué hice?! – pensé al instante. Me di vuelta y uno de los huevitos estaba estrellado en el piso. El llanto empezó a acumularse en mis ojos, no sabía qué hacer, sentía una culpa inmensa; yo había tirado a esos pobres huevos. A borbotones lágrimas rodaban por mis mejillas. Corrí adentro a contarle lo que había pasado a mi abuela.

Entré llorando como si me hubiese roto la rodilla, desesperada; buscando consuelo. Mi abuela no estaba, había salido a hacer los mandados, solo se encontraba mi abuelo. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia él a contarle lo sucedido.

Como pude, entre lágrimas y gemidos le relaté el por qué de mi angustia.

Mi abuelo, sin rastros de tacto en su alma, con toda su decrepito cuerpo que era sostenido por una silla de ruedas, lo único que le dijo a su nieta de 6 años fue.

- Así es la vida nena, así es la vida.

2 comentarios:

Ana Paz Yabo dijo...

Los abuelos paternos, son así.

Ana Paz Yabo dijo...
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